Gaza no es
solo Gaza. Martirizada e indomable, es también un símbolo universal. Representa
al mundo colonizado. Al inmigrante, al oprimido, a la mujer, al indio, al negro.
El trato que Gaza reciba, es el mismo que recibiremos los demás. "Gaza es
el primer experimento para considerarnos a todos desechables": frase de
Gustavo Petro, retrinada por el político y escritor griego Yanis Varoufakis.
Gazificación del Tercer Mundo como
estrategia imperial.
El genocidio
en Gaza ha polarizado a la humanidad. De un lado, crece globalmente una
conciencia solidaria y anticolonialista, derivada del apoyo al pueblo palestino.
En una lluviosa
tarde bogotana del mes Junio, se realiza un mega concierto en la Plaza de
Bolívar. Con el trasfondo de una enorme bandera palestina y la consigna ALTO AL GENOCIDIO, cantan músicos como
Ahmed Eid, nacido en Ramallah, o el conjunto Escopetarra, vocero colombiano de
la no violencia. Con la blanquinegra kufiya
al cuello, las muchachas y muchachos que esperan en largas colas bajo el
aguacero, van entrando hasta desbordar la plaza.
Por el otro
lado, en contraposición y ligadas a los intereses de Israel, se afianzan la intolerancia,
la xenofobia, la islamofobia y la puesta en práctica de métodos extremos de expoliación,
invasión y exterminio.
Por las
mismas fechas del concierto bogotano, en el teatro Gubbangen de Estocolmo, un
comando de nazis enmascarados ataca una reunión pro palestina de partidos de
izquierda, hiriendo a cincuenta personas.
En Nuseirat, al centro de Gaza, una escuela de la ONU es bombardeada por
Israel, con un saldo de cincuenta muertos y decenas de heridos. En la ciudad de
Washington -cuando los masacrados en Gaza ya sobrepasan los cuarenta mil-, Netanyahu
hace presencia y habla ante el Congreso norteamericano, donde recibe una
cerrada ovación de pie.
Ante los
horrores de la Segunda Guerra Mundial, el escritor George Bataille tuvo una
visión. Bataille vio la Tierra proyectada en el espacio como una mujer que
grita con la cabeza en llamas. La imagen se despliega hoy
ante nuestros ojos. Somos testigos del genocidio: esa será nuestra impronta
generacional.
Israel y el
sionismo, con su política de tierra arrasada y exterminio, fijan la meta y
marcan la pauta a seguir.
Los poderes occidentales que han apoyado y
fomentado esa monstruosa calamidad, transforman su orden basado en reglas, en un orden basado en hipocresía, violencia
y estándares dobles: condenan la invasión de Ucrania por parte de Rusia, pero
condonan la invasión de Palestina por parte de Israel.
La
tolerancia y complicidad con los crímenes de guerra de Israel, empuja a
Occidente hacia el abismo de lo inhumano. Al permitirse a sí mismo lo que le ha
tolerado a Israel, Occidente asumirá la guerra como medio y el expolio como
fin. No habrá iracundia ni salvajismo que no considere lícitos y no utilice en
beneficio propio.
Niños
despedazados; mujeres quemadas vivas; pueblos condenados a la sed y el hambre; tortura
de prisioneros; recién nacidos destinados a morir; violación de todo asilo, sea
escuela, hospital o campo de refugiados. Ni siquiera el Bosco, en su más
delirante pintura del infierno, llegó a imaginar lo que a diario aparece hoy en
pantalla.
Desautorizando
y ninguneando a la ONU, los Derechos Humanos, las organizaciones de ayuda
humanitaria o los altos Tribunales Internacionales, y libres ya del peso de la
ética, del respeto y de la compasión, los imperios antiguos y el imperio
reciente se irán convirtiendo en maquinarias rabiosas, desencadenadas.
Se armarán
hasta los dientes; ya lo están haciendo.
Ante una
devastadora crisis ambiental, que ha mermado los recursos de subsistencia y
amenaza con agotarlos, los países ricos perfeccionan el arte del saqueo. Llenarán
sus despensas a expensas del resto del mundo.
Una vez
desenmascarados de su hálito civilizador, procurarán mantener la fachada
justificando cualquier atrocidad en nombre de la defensa de la democracia.
No habrá
código de convivencia que quede en pie.
La distopía
occidental se va fraguando y asoma la cabeza. Podría predecirse que, así como
la caída de Constantinopla marcó la ruina del Imperio Bizantino, de la misma
manera, el genocidio de Gaza sella el fin de la civilización occidental.
El Imperio
no asume pasivamente su crisis irreversible. Antes de perder su hegemonía, querrá
arrastrar en su caída al resto de la humanidad. A medida que ve cuestionados sus
privilegios, los defiende a mordiscos cada vez más brutales.
Implementa
medidas draconianas contra la inmigración, como arrebatarles los niños a sus
padres y retenerlos en jaulas. O como el oprobioso asilo offshore, que consiste detener contingentes de indocumentados
para deportarlos hacia zonas desérticas e inhóspitas del planeta, donde les
esperan el aislamiento, la inanición y la muerte.
Se
atrinchera en fronteras militarizadas y acumula arsenal. Levanta economías
internas basadas en la industria armamentista: desarrollo al servicio de la
muerte; tecnología de punta para el Armagedón; laboratorios farmacéuticos, no
en función de la salud, sino de las armas biológicas; bombas tácticas y
estratégicas; misiles hipersónicos. Juguetes atómicos y demás parafernalia de
destrucción masiva.
Se adiestra
en el manejo de la hecatombe existencial. Si borra la huella del pasado y el latido
del presente, sobre el portal del futuro acabará colgando el bando: NADA HABRÁ
SIDO. NADA SERÁ.
Artrítico y
obsoleto su aparato político y desacreditadas sus instituciones, al poder
colonialista le queda una salida, que acoge sin mucha reserva: darle vía libre
al ascenso del fascismo. El tránsito
está sucediendo tanto en Estados Unidos como en Europa. De no pararlo en seco, se
afianzarán como naciones bárbaras, sombra de su propia sombra.
Estos son
los signos de su decadencia. Lo que el Premio Pulitzer Chris Hedges caracteriza como el
fin del dominio norteamericano.
Cuando un
imperio cae, es porque ya ha caído.
Pese al
estrépito, en una plaza bogotana cantan los jóvenes que apoyan a Gaza. Y en las
universidades norteamericanas -centros del saber y del poder-, los estudiantes
montan campamentos, enfrentándose a las directivas y a la Policía, para
denunciar a Israel.
Se
fortalece la resistencia, crece la audiencia.
Millones de
personas en todo el mundo -sobre todo jóvenes- expresan su indignación ante el
horror desatado contra el pueblo palestino.
Nunca antes
salieron tantos a manifestar en las calles. Ríos de gentes, decenas de miles, en Londres, Bagdad, Viena,
Johannesburgo, El Cairo, Ciudad de México, Kuala Lumpur, Washington, Madrid. Ni
siquiera en época de Vietnam se movilizó la población global en tales
proporciones, desafiando castigos, señalamiento, cárcel, despidos.
Al calor de
la protesta, se va forjando una generación anticolonialista que no se afilia al
modelo de civilización occidental. Persigue una nueva forma, digna y justa, de
vivir y de pensar.
Los
indignados de la Tierra se envalentonan, como David contra Goliat.
En América
Latina, en África, en Asia, en Oriente Medio, los pueblos sujetos a antiguos y
nuevos sometimientos dejan de otear hacia al Norte para mirarse entre sí. Encuentran
afinidades y traman rutas de libertad. Al reconocerse, invierten el mapa
geopolítico.
La
consciencia anticolonial, que empieza apenas como un rumor, un vapor, una
expectativa, se va condensando en el Tercer Mundo y en la soliviantada periferia
de las grandes ciudades del Primero. Transformada en punto de fuga, la
efervescencia de rebeldía podrá concretarse en programa político y plan de
acción.
En el fondo oscuro de mi alma,
invisibles, fuerzas desconocidas trababan una batalla en la que mi ser era el
suelo, y todo yo temblaba con el embate desconocido. Fernando Pessoa
Si
la fe mueve montañas, la conciencia colectiva remonta cordilleras.
Los gobernantes
occidentales se quedan solos en el acto abyecto de acudir a abrazar y felicitar
al genocida, suministrándole armas y recursos para que pueda culminar su labor
de exterminio.
Hay
excepciones. Aunque pocas, honrosas; las de quienes, en pleno uso de
independencia y dignidad, han denunciado el genocidio perpetrado en Gaza por
Israel. Son los gobiernos de Suráfrica, de Irlanda, de España, de Brasil. Y de Colombia.
Aquí y allá
ondean los pañuelos del adiós. Farewell,
chao-chao, arrivederci, hasta la vista
los Trumps, los Biden, los Netanyahus. Adiós a los Macron, los Trudeau, los
Sunak. Los recordará la Historia como artífices del genocidio.
Son otras las
voces que hoy se escuchan. La corriente
anticolonialista tiene sus profetas, sus youtubers, sus activistas y sus
poetas. Entre todos forman coro, abren camino, tejen filosofía. Siguen a Julian
Assange en el compromiso de desentrañar verdades para sacar a luz los crímenes
del poder.
Se llaman Noam Chomsky, Chris
Hedges, Lula da Silva y Tarik Ali. Yanis Varoufakis, Ramón Grosfoguel, Jeremy Corbin,
Susan Sontag y Jean-Luc Melenchon. Roger Waters, de Pink Floyd. La escritora
australiana Caitlin Johnston. Amy Goodman, de Democracy Now. La diputada irlandesa Clare Daly. Y Gustavo Petro. (Y sin duda Saramago, si
todavía estuviera aquí...) Todos ellos coinciden en el repudio al sionismo y en
el apoyo a Gaza.
Porque Gaza
representa a los pueblos pobres del planeta, los desheredados, los expoliados y
explotados y luego demonizados, despreciados y considerados desechables. La política
de exterminio diseñada para Gaza es apenas un modelo. Un experimento de lo que
se pretende aplicar, y se está aplicando ya, a las masas de migrantes, las
razas no blancas, las religiones no cristianas.
Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fuera Gaza
ensangrentada
y en una hermosa plaza
liberada
me detendré a llorar por los
ausentes.
(Parafraseando
a Pablo Milanés)
Una Gaza
liberada rompería la secuencia automática de la fatalidad. Simbolizaría el
entierro del viejo orden y el acceso a un espacio de posibilidades
deslumbrantes e inesperadas. Un milagro secular.
(Articulo de Laura Restrepo y Pedro Saboulard)