Cuando uno se encuentra, en un mismo texto, construcciones como esta: “para profundizar la democracia” hay que “respetar las instituciones” y “no difundir discursos de odio” “hacia el que piensa diferente” para así estar “del lado correcto de la historia”, se ve cómo aquella máquina automática de palabras dirige el discurso tonto de la “bien-pensancia”, sustituyendo la creatividad propia, copiando y pegando sintagmas que, de tanto uso, ya no consiguen significar.
El lenguaje político, periodístico, publicitario ––e incluso el académico–– está pavimentado de frases que aplanan nuestro criterio y no dejan pensar. Es más, se usan para no pensar. Cuando pensar deja de percibirse como una habilidad y se asume como una pasión por el pensar mismo, se comienza a indagar en los significados para salir con urgencia del lugar conocido.
¿Qué es profundizar? ¿Qué es la democracia? ¿Qué es una institución? ¿Qué es el discurso? ¿Qué es el odio? ¿Qué es lo diferente? ¿Qué es pensar? ¿Qué es lo correcto? ¿Qué es la historia?
Los lugares comunes, o mejor, las zonas seguras de la retórica, no producen pensamiento, ni mucho menos conocimiento. En cambio, introducir nociones que interrumpen las lógicas hegemónicas, sí lo hacen, y casi siempre escandalizan, pues pensar, supongo, es un escándalo para la razón. Quizás pensar sea ir hacia lo no pensado, hacia el lugar no común, no seguro, no dicho y la señal de que se está pensando, entre muchas, también pueda darse en el cuerpo extraño de una idea o de una palabra atrevida y revoltosa que pone a pensar a los demás.
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