No creo en las
revoluciones armadas. No concibo una revolución que contemple asesinar a otra
persona. La palabra
revolución viene del latín revolutio, que tiene como componentes léxicos
a re (hacia atrás), volvere (dar vueltas) y el sufijo ción que
designa acción o efecto. Así, tenemos que revolución significa “acción o efecto
de dar vuelta”. Hay ideas, acciones y hasta gestos, aparentemente
insignificantes, que “le dan vuelta” a un orden de cosas, incluso dentro de
nosotros mismos.
Me desconsuela pensar que, políticamente, es imposible ser verdaderamente revolucionarios, pues, en la cadena del orden global actual –determinado por una economía de guerra y expolio que lideran la banca y las enormes multinacionales traficantes de armas– participamos todos de un modo indirecto cuando usamos nuestra tarjeta de crédito, el teléfono celular o abrimos una cuenta en X.
No
obstante, sí es cierto que hay actos puntuales que son revolucionarios porque,
dentro del mismo sistema y utilizando sus propios medios de comunicación, le
abren un boquete a su gramática basada en la ventaja de unos sobre otros.
Es
revolucionario que un gobernante reconozca sus equivocaciones de cara al pueblo
y que un jefe paramilitar confiese sus crímenes frente a sus víctimas; se
produce una revolución cuando el corredor olímpico, al ver que el compañero que
lo adelanta sufre una caída, lo ayuda a levantarse; el gesto del estudiante chino
que en plena plaza de Tiananmén se planta de pie, él solo, delante de una fila
de tanques de guerra, es una revolucionaria declaración de paz.
Cuán
revolucionario sería que los soldados, aquellos jóvenes con quienes los líderes
del mundo juegan su ajedrez de codicia y sangre, se levantaran, ya no en armas,
sino en contra de ellas y se negaran a ser carne de guerras que no les
pertenecen. Ese sería el acto insurrecto más revolucionario de todos los siglos.
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